Queremos felicitarle por uno de sus últimos libros, Las ciudades y los escritores, ¿una guía literaria para viajeros o una guía turística para lectores?
De las dos cosas tiene un poco. La matriz original del libro son unos programas culturales para televisión que hicimos hace un par de años con una productora argentina. Consistían en viajar a trece ciudades o regiones en las cuales hubiera habitado, crecido o trabajado un gran escritor. La Bretaña de Chateaubriand, el Londres de Virginia Woolf, el Buenos Aires de Borges, la Praga de Kafka... y de ahí salió este libro. Esos lugares donde han vivido los escritores, los paisajes que ellos vieron, que les inspiraron, constituyen un viaje que enriquece la imaginación y la cultura.
¿La selección refleja sus gustos literarios?
Tiene un poco de trampa; son autores que vivieron en lugares que se prestan al viaje. Ha habido grandes escritores que no salieron prácticamente de un barrio, de una habitación de su casa. La gracia estaba en buscar autores que tuvieran paisaje, por decirlo así, que hubieran vivido en ciudades o regiones muy vistosas, con mucha historia. La Escocia de Stevenson o la Irlanda de Yeats. Aunque, por supuesto, todos son autores por los cuales siento especial cariño. Ahora estamos preparando una segunda parte de Lugares con genio. En principio no hemos tenido financiación suficiente para los viajes por la crisis de la cultura, pero no perdemos la esperanza.
¿Cómo hacemos para no perder la esperanza?
Lo primero es ser pacientes. Desgraciadamente en nuestra época hay miedo por la cultura y un predominio de la vulgaridad. Siempre he preferido no quejarme y ofrecer programas de televisión y libros con los que he intentado decir que se pueden hacer otras cosas divertidas e interesantes. Cuando se habla del desnivel educacional de nuestro país, mucho más que el informe Pisa, a mí me sirve saber cuáles son los programas de televisión más vistos. Por eso hay que ofrecer otras cosas, sobre todo a quien no quiere quedarse pataleando y llorando de ver cómo está el mundo.
Continuemos viaje entonces. Antes que iglesias, algunas personas preferimos visitar los lugares de los escritores que nos conmovieron. ¿Es otra religión?
Reconozco que soy muy fetichista de los autores que me han gustado, de los sitios. De ahí venía el juego de palabras del título de los programas, Lugares con genio. El genio era una cosa de la que hablaban los latinos, cada lugar tiene su genio, su espíritu tutelar, y yo creo que hay autores que se han convertido en genios o espíritus tutelares de la ciudades que habitaron, de los paisajes que vieron. Por supuesto, en una gran catedral o en las obras de Bach hay mucho espíritu, orientado en una forma clásica religiosa, pero ese espíritu también está en los grandes escritores y en los paisajes que les vieron crecer, en los lugares donde están enterrados. Viajar no es solamente trasladar la osamenta, viajar es una forma de ensanchar el espíritu.
En la primera pregunta utilicé la expresión guía turística. ¿La acepta usted o sólo la ha tolerado?
Todos queremos ser algo más que turistas. Mientras los demás nos parecen turistas vulgares, nosotros nos vemos como turistas sublimes. En el turismo, como los lectores, como los espectadores de televisión, hay quien se contenta con poco y quien es más exigente, quien quiere más y sabe calibrar, sabe disfrutar. A veces con menos dinero, más imaginación y recogimiento interior, se puede disfrutar más del viaje. Si vas a Roma debes ver La Piedad de Miguel Ángel. Querer ser original y decir: no, yo no veo El Moisés, ni La Piedad, pues muy mal. Aunque veamos cosas que todo el mundo ve, también hay otras exploraciones más personales que podemos hacer. No es excluyente, eso es lo que yo quería señalar con el libro.
¿Tal vez seamos más viajeros y menos turistas cuando, como usted ha comentado antes, en el viaje ensanchamos el espíritu?
Los viajeros antes eran más aventureros, más exploradores. En muchos casos no había turismo, y no siempre lo pasaban bien. Yo creo que a muchos de los viajeros del XIX no les hubiera importado encontrarse mejores hoteles o transportes. Flaubert, con su amigo Maxime du Camp, viajó por Oriente. Fue un viaje que influyó mucho en los gustos, los intereses y la imaginación del escritor. Ellos tardaron un año y medio en ir a Egipto y a algunos otros lugares de Oriente, y luego volver por Grecia e Italia. Hoy todo ese periplo podríamos verlo en quince días o un mes, y bastante bien. Nos perdemos más aventuras, pero también nos queda mucho más tiempo para conocer Japón o Australia. Antes, los viajeros iban en medios de transporte más lentos y menos cómodos, pasaban bastantes noches en una posada del camino, así que, los que eran observadores, tenían un caudal de experiencias que nosotros hoy, viajando de NH en NH, no tenemos.
¿Y qué clase de viaje hacemos al leer?
Ese viaje interior es para algunos el más importante de nuestra vida. Si tuviera que establecer las grandes aventuras espirituales que me han pasado, tendría que decir: en tal año leí por primera vez La Isla del Tesoro, en este otro año descubrí a Sherlock Holmes. Pessoa no se movió de Lisboa, salvo en una ocasión que fue a Sintra. Él dijo: viajar, yo viajo muchísimo, cada día voy llevando mi cuerpo del martes al miércoles, del miércoles al jueves. El viaje es el del día tras día con nuestras aventuras de enfermedades, dolores, placeres. Y junto a eso, además, está la lectura. Ha habido grandes viajeros que han peregrinado por el mundo sin salir de su habitación.
¿Podríamos decir que hay turistas de la lectura y viajeros de la lectura?
Sin duda. Hay un libro de Xavier de Maistre titulado Viaje alrededor de mi habitación donde el protagonista habla de su cuarto y de las cosas que hay en él. Describe los recuerdos que le llevan a otros lugares. Una biblioteca es un mundo de viajes, porque, en el fondo, todos vivimos dentro de nosotros mismos, el exterior es un decorado. La verdadera realidad es lo que tenemos dentro, lo que sentimos y disfrutamos en cada lugar, y eso los libros nos lo dan tanto como los aviones.
¿Y la Filosofía? Para algunos es una forma de resolver dudas. Usted, sin embargo, la presenta como un viaje de conocimiento para entrar en ellas.
El escepticismo es el comienzo de la Filosofía. La persona que se cree lo que le dicen, nunca filosofa, simplemente repite algo que ha oído. Durante mucho tiempo la sabiduría tradicional era un conjunto de frases hechas, tradiciones piadosas, leyendas edificantes con las que la gente resolvía todas las cuestiones. El filósofo es el que no se fía nunca de esas cosas, le parecen contradictorias o poco explicativas, y busca. La Filosofía nos ayuda a convivir con las preguntas, no a responderlas definitivamente, pero esa convivencia con las preguntas nos enriquece, nos hace entender de una manera más completa, más satisfactoria.
¿Acaso hay que esperar una respuesta?
Las respuestas de la Filosofía forman inmediatamente parte del ahondamiento de la pregunta. Si alguien le pregunta a un científico, por ejemplo, de que está hecha el agua, el científico responde que es hidrógeno y oxígeno en una proporción determinada, y eso resuelve la pregunta. Mientras que si preguntamos qué es la libertad, todas las respuestas, que son muchas, no cancelan la pregunta, sólo nos hacen paladearla mejor. Las grandes respuestas de la Filosofía no cancelan las preguntas filosóficas, sólo las ahondan y las ensanchan.
¿Podemos entender entonces la Filosofía y la Literatura como un viaje sin final?
Final, geográficamente, sí tienen. Heinrich Heine dice en unos versos: preguntarse una y otra vez, hasta que un puñado de tierra nos cierra la boca, pero ¿es eso una respuesta?
Albert Camus decía que para acercarnos a la Filosofía había que escribir novelas, porque visualizaba actitudes. Sin embargo, la literatura que está obteniendo éxitos de ventas suele ser acrítica…
Eso siempre ha sido así. La Filosofía siempre es personal. La diferencia entre un filósofo y alguien que cuenta mitos es que este último cuenta mitos intemporales, impersonales, que no tienen nombre de autor ni nada por debajo. Un novelista que utilice la novela para hacer reflexiones filosóficas, como hacía Thomas Mann o el propio Camus, genera siempre relatos con nombre propio. Luego, hay otras historias que son ficciones, que despiertan la imaginación, fomentan la lectura y no necesitan ser filosóficas en el sentido más profundo del término. La isla del tesoro es una novela hermosísima, pero no es una novela filosófica como La montaña mágica de Thomas Mann, y eso no le quita mérito. Es tan tonto reprocharle a Aghata Christie que no escribiera las cosas que escribía Kafka, como decirle a Kafka que escribiera novelas policiacas como Aghata Christie. Lo que pasa es que hay autores que no es que sean filosóficos o no, sino que son muy simples, muy manidos.
Hemos hablado del viaje en unos términos muy amplios y tal vez sea conveniente delimitarlo. ¿Cuándo no viajamos?
Cuando te resignas. La resignación a la rutina, a la parte aburrida, menesterosa de la vida; cuando creemos que eso es la verdad de la vida, hemos dejado de viajar. Julio Cortázar tiene una historia estupenda de un gran aventurero cuya aventura consiste en levantarse del sillón, bajar la escalera de su casa, cruzar la calle y comprar el periódico. Lo cuenta todo como una historia extraordinaria, los ruidos, los peligros que corre. Uno puede vivir las cosas como una gran aventura o como una rutina, como una maldición, pura necesidad, y en esos casos ya no está viajando.